el teatro no tiene moral


El escenario es un cubo blanco. Los elementos son pocos y extreman un aire despojado, minimalista. Dos actores y una actriz. Uno de los actores (Gustavo Saffores) lleva un bajo eléctrico y empieza a explicar que el personaje que le toca interpretar es el de Sergio Blanco, el autor y director de la obra. El otro actor (Walter Rey) hará de padre y también de rabino de una sinagoga de Dusseldorf. A la actriz (Soledad Frugone) le tocan varios personajes, entre otros el de productora de cine porno y el de doctora de un hospital alemán.
El juego metateatral comienza y se desarrolla en espirales, en cajas chinas, en un inquietante desarrollo que pone a prueba a los actores y también a los espectadores. Blanco invita a que asistamos a un debate moral, o más bien amoral, que seamos testigos de la muerte de su padre y de otros varios asuntos vinculados con la posibilidad de autoficcionarse, que viene a ser algo así como poner su propio cuerpo en escena, entre mentiras y verdades que se confunden, como sucede posiblemente en la vida cotidiana y en la necesidad -manifiesta por el personaje-autor- de buscar límites y reinventarse, y de mostrar -al borde de lo obsceno- sus heridas y miserias más o menos privadas.
El bramido de Düsseldorf no es una obra más en la cartelera montevideana; de hecho, viene de ser aplaudida como la revelación del festival Santiago a mil. Es una nueva joya que se agrega en la notable obra de un dramaturgo que hace rato trascendió fronteras y comanda una generación de autores uruguayos que vienen siendo estrenados en distintas ciudades y con un fuerte reconocimiento (entre otros, Gabriel Calderón, Marianella Morena y Santiago Sanguinetti). En el caso de Blanco, alcanza con señalar que su obra Kassandra, el notable monólogo que escribió para su hermana Roxana, fue estrenado en 14 países, o que después del éxito de Tebasland en su temporada londinense no paran de llegarle invitaciones de lugares tan exóticos para un teatrero uruguayo como Tokio, Oslo y el mismísimo Broadway neoyorquino.
En El bramido de Düsseldorf se intercalan varios momentos musicales, como ese gran inicio coreográfico con 'Losing my religion' de REM... Por un momento, como espectador, pensé que sería adecuado que se escuchara también "Atrévete" de Babasónicos, una canción en la que Dárgelos canta un verso bastante perturbador que dice "la música no tiene moral". ¿La conocés? Es interesante esa conexión porque en tu obra se menciona varias veces la idea de que arte no tiene moral...

Sergio Blanco: No conocía esa canción de Babasónicos que mencionás, pero la podría haber puesto perfectamente en la obra, porque el tema de la moral es precisamente la espina dorsal de El bramido de Düsseldorf. Más exactamente sería la idea de la ausencia de moral que para mí tiene y debe tener el arte. Esto lleva a que el arte sea algo totalmente inútil. Yo insisto mucho con esta idea desde hace algunos años. La tomo prestada del prólogo de El retrato de Dorian Grey, de Oscar Wilde, con toda la carga que pueda tener él como dandy, como burgués; pero dice algo extraordinario cuando dice que el arte es una pasión inútil, que no sirve para nada. Y es esa misma inutilidad la que le otorga paradójicamente una cierta utilidad...

"Ese que está en el rincón, soy yo, sin religión", dice el estribillo de 'Losing my religion'. ¿Por qué elegiste esa canción para empezar la obra?
S.B.: Es muy importante, para mí, que lo primero que el público escuche cuando llega y se va ubicando en la platea sean discursos de Hitler, y que inmediatamente después suene esa canción de REM, que al igual que en todas las canciones a las que se hace referencia en la obra, aparecen personas que están sin Dios. El personaje tiene ese problema: quiere pasar de una religión a otra porque está buscando una ley o un Dios más severo y que no lo encuentra en el mundo en el que está. Es por eso que empieza a transitar en mundos en donde el vacío moral o la ausencia de moral es terrible: el mundo de la industria pornográfica, el mundo del asesino serial Peter Kürten... Entonces sí, vuelvo al tema de la ausencia de moral en el arte, a que es muy saludable que no haya moral en el arte.

Las ideas que se desarrollan no parecen ir en consonancia con una sociedad donde se insiste en lo políticamente correcto...
S.B.: Lo políticamente correcto me parece que es muy nocivo para el arte y para la sociedad en general. Esto no quiere decir que yo no defienda el pacto social, que tenga que haber acuerdos, límites, fronteras; pero lo políticamente correcto viene a vaciar un espacio molesto que tiene que existir, sobre todo cuando se quiere aplicar al discurso artístico. Puedo entender lo políticamente correcto en el discurso cotidiano, en lo educativo, en lo académico. Es más, pienso que hay que defenderlo y adhiero a un montón de políticas que se han puesto en marcha en los últimos años; no por cuestiones partidarias, no por voluntades políticas, sino porque la mundialización lleva a que los circuitos se desarrollen mucho más rápido y hay una toma de conciencia mundial con respecto a algunos temas. Pero me parece que en el arte no. Yo siempre digo que el teatro es el espejo oscuro donde venimos a mirarnos, que es un pantano más que una laguna. No es un lugar de aguas claras donde vamos a reposar, a bañarnos; es un lugar terrible donde algo nos tienta a sumergirnos y no necesariamente está ahí para hacernos mejores, para hacernos reflexionar. La idea de 'salí distinto a como entré' es una gran mentira. Nadie sale distinto a como entró luego de ver una obra de teatro o después de leer un libro. Te puede perturbar. Te puede hacer ver cosas distintas. Te puede producir un momento de placer. Pero a mí me daría pánico que un espectador salga distinto a como entró después de ver una obra mía. No me gustaría tener ese poder. Entonces, creo que es todo lo opuesto, y que cuanto más políticamente incorrecto sea el arte, mejor es...

Sergio Blanco.
¿En qué lugar aparecés vos, Sergio Blanco autor-personaje, porque en tus últimas obras te exponés ese juego de verdad-mentira, ficción-no ficcción, en relación también a estos temas? Planteás el extremo de la muerte de tu propio padre...
S.B.: A mí siempre me interesaron los temas tabúes. El propio personaje del padre se lo dice al personaje Blanco, eso de que siempre está ligado a lo clandestino, a lo que está afuera de la ley, las drogas, la prostitución, la delincuencia. Siempre me fascinó todo ese mundo. Eso viene de la propia educación que tuve, una educación jesuita y francesa, en las que hay una cierta apología de lo periférico, ¿no? Los jesuitas, por ejemplo, vienen a aportar una lectura absolutamente humana de las sagradas escrituras, en donde está permitido. En la teología jesuita está permitida la duda, algo que viene muy influenciado por los textos de Pascal y por toda una filosofía que me parece extraordinaria. Y por otro lado está la cultura francesa, que es una cultura en donde hay un respeto de lo periférico, de lo que no está en la esfera, en el centro, incluso lo marginal. Entonces, tanto lo jesuita como lo francés formaron en mí esa atracción por todo eso que está supuestamente condenado. A mí me atraen mucho las flores del mal, encontrar belleza en el horror... Y si a eso le sumo el impacto de los rusos, que conocí a los 12, 13 años, con lecturas de Dostoievski, Tolstoi, Gogol, Chejov, ahí tenés un cóctel fuerte. Y eso se potencia en la autoficción, porque en la autoficción vos estás poniendo tu cuerpo a disposición del relato de todos. Entonces sí, me interesa que mi cuerpo sea el soporte donde se habla el tema de la prostitución, de las drogas, del cuerpo sometido, del cuerpo que sufre; todos temas que los cuento desde mí pero en cierta forma estoy hablando de todos nosotros. Pero debe quedar claro que no es un acto de soberbia, que no va en el sentido de que mi cuerpo representa a todos, sino que es un acto similar a lo que decía Walt Whitman en 'Canto a mí mismo', aquello de "yo me celebro y yo me canto, y todo cuanto es mío también es tuyo, porque no hay un átomo de mi cuerpo que no te pertenezca"... Eso es la autoficción. Por lo tanto, lo que estoy hablando de mí lo estoy hablando de mi generación, que es una generación que fue muy rota y golpeada por las drogas, más allá de que yo haya tocado o no ciertas drogas. Y también mi generación es una generación que vivió el horror de ser formados por el relativismo cultural, por padres hippies que nos prometían un mundo maravilloso, o por padres de izquierdas que si las leemos hoy, con el diario del lunes, eran izquierdas totalmente fascistoides, terribles, represoras. Somos los hijos de todo eso. Yo me acuerdo de cuando siendo adolescente escuché "imagina un mundo sin fronteras"... Me aterraba esa frase de John Lennon. Me parecía peligrosa. Y también con la moral fuimos marcados, por ejemplo, con esa idea que se desarrolló mucho en el teatro independiente uruguayo, con toda una tradición de que el teatro tiene que tener una vocación política de contribuir a mejorar la sociedad. Todo eso es un gran invento que inventaron los alemanes a fines del siglo XIX para crear los teatros nacionales y pedirle plata al estado. De forma muy astuta dijeron 'el teatro funda la sociedad y es educativo', cuando no hay nada más poco educativo y fundador de sociedad que el teatro. Es más, el teatro no puede estar para fundar la sociedad, tiene que estar para deshacerla, para perturbarla, para molestarla, para inquietarla. Leer una página de Dostoievski no me hace un ser mejor, sino que apela a los peores sentimientos que puedo tener en mí. Todos queremos, junto a Raskolnikov, dar un hachazo y matar a la vieja usurera. Todos queremos ser Macbeth. Entonces, esto lleva a que no puede haber moral en el arte... pero sí en el pacto social.

¿Qué lugar ocupa El bramido de Düsseldorf en el teatro que venís escribiendo desde hace 20 años? ¿Qué te motivó a escribirla? ¿Qué abre o qué cierra?
S.B.: El origen y al germen de la escritura es la carta que yo recibo de una madre que se le suicida el hijo...

Cuando se plantea ese tema en la obra presentí que era lo más real de lo que estaba sucediendo. ¿Es así?
S.B.: Podría decir que es lo único real de toda la obra... Un día recibí una carta de una madre que me cuenta que su hijo se suicidó en determinadas condiciones, en Santiago de Chile, en el parque Uruguay. Llevaba varios de mis libros en su bolso. Eso fue algo que me impactó mucho. Al principio pensé que era una broma de mal gusto que me estaba haciendo alguien, pero resultó ser verdad. Era una persona que vivió en Montevideo, que había leido mi teatro, que había visto La ira de Narciso, y que luego, estando en Santiago de Chile, se suicidó el mismo día que se estrenaba esa obra en Santiago. Fue algo terrible, para mí y para todo el equipo. De hecho, paramos de hacer la obra y tiempo después viajé a antiago y conocí a la madre. Fue algo muy inquietante, y la única forma que yo tenía de sacarme ese peso, ese dolor y esa herida de de saber que alguien había utilizado la obra que yo había escrito, como un elemento más para hacer algo tan violento, y tan respetable al mismo tiempo, como es quitarse la vida, lo único que yo podía hacer era escribir algo nuevo. Y justo me llegó esa carta en los días que mi padre y mi madre estaban en París, y que yo me iba a Berlín a ver el estreno de Tebasland. Se juntó todo eso, y en el tren, de pronto pasé por Düsseldorf, que es una ciudad en la que nunca estuve, y nunca conocí, y junté el nombre de esa ciudad con la imagen de mi padre despidiéndome en París, muy avejentado, y con todo lo que me estaba provocando esa carta. Fue ahí que empécé a escribir esta obra, que en la serie de mis autoficciones viene a discutir algunas cosas a La ira de Narciso y viene a hablar del tema de la moral, porque yo necesitaba decir que en el arte no hay moral como una forma de deslindarme, de deslindar toda responsabilidad en este episodio y de sí entender que una obra puede cambiar, puede perturbar mucho a una persona. Después, también entiendo que El bramido.. se inscribe en la línea de autoficción en la que vengo hace años mezclando datos verídicos con datos inventados, jugando con la metateatralidad y con la fascinación por el tabú, por lo que no se puede decir, por lo que está vedado, por lo que nadie quiere hablar. Siento que es muy pirandelliana, porque los personajes se refieren a ellos mismos, y porque toca temas como el serial killer, el asesinato, la violación, el abuso de menores, la pornografía, la sexualidad, las drogas.
En los últimos años se viene dando una fuerte internacionalización de tu obra y la de otros autores uruguayos. ¿De qué manera lo que pasó con Tebasland en Londres se convirtió en un punto de inflexión? Este año, sin ir más lejos, el San Martín de Buenos Aires hará un ciclo uruguayo y Calderón está dirigiendo en Barcelona una versión en catalán de Que revienten los actores.
S.B.: Sí, Gabriel está haciendo ese montaje en el Teatro Nacional de Catalunya, y eso se suma a que este año -también en Barcelona- se hace un mes dedicado a mi dramaturgia, con el estreno de Kassandra dirigida por Sergi Belbel, la versión de Tebasland que montaron el año pasado y un texto nuevo que escribí para ellos. Todo esto se da en un contexto de un Uruguay que decide salir al mundo, por el interés en la obra de algunos autores y por el apoyo de políticas culturales que están dando resultado en los últimos tres o cuatro años, apoyando idas a festivales, circulación de obras, todo a través del Instituto Nacional de Artes Escénicas y en particular de su director José Miguel Onaindia, que está haciendo una gestión extraordinaria de expansión y de promoción de intercambios culturales entre escenas de distintos países. Y después, bueno, yo también tuve la suerte de que Kassandra se estrenara en 14 países, de pronto fue un antes y un después el estreno de Tebasland en Londres, que ha llevado a que en este momento, en el 2018, se sumen montajes en Moscú, Atenas, Tokio, Beijing, Oslo, Estocolmo, México, Río de Janeiro. Es un disparate. Y cada tres o cuatro días me siguen llegando invitaciones. Es algo extraordinario... La semana que viene me voy a Nueva York, a Broadway, donde hay tres productores que la quieren montar. Y el mes pasado estuve en Londres en una reunión con Netflix, que quiere hacer una miniserie y propusieron que escribiera un guion.

O sea que no 'arreglaste' con la productora de cine porno...
S.B.: ¡No!, con la productora porno no, la productora porno sigue estando en lo clandestino... Hablando en serio, yo creo que el futuro del cine son los documentales y las películas porno. Sé que cada vez que lo digo la gente se aterra, pero lo pienso de verdad, creo que el cine está muerto. David Lynch acaba de dar una conferencia hermosa donde dice que el cine se terminó, algo que viene diciendo hace mucho tiempo Peter Greenaway, Buñuel ya lo insinuaba y Godard también. Yo defiendo mucho las cinematecas, pero el cine como circuito no. Es más, cuando cierran un cine y hacen un parking me parece buena la idea, dado que la logística del tránsito me parece más importante que esos tenplos fascistoides...

¿Tu aversión al cine viene de las enseñanzas del profesor Jorge Medina Vidal, como has dicho alguna vez?
S.B.: Él decía que las únicas imágenes que interesan son las que pueden levantar las palabras... Cuando escuché a Medina Vidal decir eso, a mis 18 años, en Tristán Narvaja y Uruguay, en una clase, un sábado a las 9 de la mañana, fue una de tantas revelaciones. Se ponía a leer Madame Bovary en francés, nos leía Stendhal. Me acuerdo que una vez nos leyó pasajes de Las penas del joven Werther en alemán y ni él mismo estaba entendiendo lo que leía; pero había algo extraordinario que nos hacía vibrar, de lo que era el ritmo de Goethe. Y él insistía en eso de que las únicas imágenes que importan son las que levantan las palabras, y de ahí me viene mi aversión hacia el cine, porque tengo esa formación, pero también porque creo e insisto que el siglo XXI es el siglo de la mirada, ya no es más el siglo de la imagen. El siglo XXI es nuestro siglo: teatro, theatrón, mirador, lugar donde se mira. Se suele decir que a los teatro no va nadie, pero nunca fue nadie a los teatros. Y está bien que sea así, porque el teatro tiene que ser para pocos, tiene que ser elitista. Antoine Vitez, gran pensador francés del teatro y uno de los últimos comunistas que tuvo Francia, decía algo maravilloso: "el teatro tiene que ser elitista, pero para todos". No hay que esperar que vengan multitudes. No podemos pretender la espectacularidad. A mí me gusta que seamos poquitos; por eso las salas que pueden sobrevivir son las de 120, 130 espectadores.

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